15 sept 2016

Marchita.

Se quedó a mitad de la calle con su rosa roja y las espinas incrustándosele en las manos.
No sabía si correr o llorar, no sabía qué hacer; creyó que esta vez sería diferente, supuso que ahora tendría un buen final, pero ¿qué final es feliz?
Caminaba sin rumbo por las calles buscando algún lugar donde enjuagar la sal que escocía sus heridas, su corazón se iba transformando ¿qué le sucedía? . Había estado pintando en un óleo el retrato de algo inexistente que de pronto se había escurrido por completo de sus ideas, había estado tratando de narrar lo inenarrable, luchaba con vehemencia por un imposible; era la primera vez que no comprendía tanto dolor, era la primera vez que el arte no podía mitigar su suplicio, toda herida dentro de ella se hacía, de estampía, más grande. Había confiado ciegamente sin detenerse a pensar. Ahora que era libre, había olvidado el ave cómo volar; se había quedado suspendida en una cuerda floja, había caído en frente de un público exigente…
Toda su vida había querido enamorarse y en cuanto lo había hecho, se había dado con la ingrata sorpresa de que entregar el corazón no equivalía a que quien lo recibiera lo fuera a cuidar; justo cuando notó que jamás en toda su exigua existencia había querido de ese modo, justo cuando sabía que era capaz de entregar la vida, justo cuando creía ser capaz de pelear contra el mundo entero por defender aquello que sentía; se le había acabado la fantasía. Ahora tenía una herida más, otro motivo para llorar; mas de sus ojos no salía siquiera una lágrima, se sentía parte de un experimento, se sentía absurda y aún no lograba comprender qué sucedía a ciencia cierta; había sido abandonada a mitad de la calle, no tenía palabra alguna para expresar su congoja, se consumía dentro de ella lo último que quedaba de su amor errante, se había quedado sin poesía, se le había apagado la última esperanza; todo por haber dejado sobrevivir un sentimiento tan insufrible como ese…
Seguía a mitad de la calle con su rosa marchita, sin cuestionamiento alguno, sin emociones embusteras; se había convertido en piedra, al igual que aquello que antes había sido un frágil corazón; se había ahogado en su garganta el grito que clamaba por su nombre, estaba borrando los restos del verso inacabado con suspiros y desvelos. Jamás se había sentido tan libre. Ni tan impasible. Ni tan miserable. 

Se quedó ahí, a media calle, con su rosa marchita; esperando a que el tiempo las deshiciera.   



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