La luz de la tarde iba cediendo paso a la noche, sus rayos
amarillos y rubicundos entraban apenas a la penumbra de mi habitación; había
decidido no encender la luz. Mi mente divagaba entre ideas de diferente índole;
que se mezclaban, al mismo tiempo, con un marasmo impropio de alguien que ha
dormido más de diez horas. Giraba en la cama sin poder decidirme a hacer algo
productivo o a dejarme atrapar por el soporífero calor de mis sábanas.
Luego de no ingresar a la universidad una vez más; era
normal que me encontrara en ese estado tan mohíno y para nada exento, como
siempre, de ideas suicidas o escapistas.
Finalmente decidí ponerme en pie y vestirme, pensé en ir a
casa de un amigo y así lo hice.
Mientras estaba en el carro discurría en algún pretexto para
justificar mi llegada inesperada de esa manera tan intempestiva.
Habían transcurrido solo tres días desde su llegada de
tierras Cariocas y yo había estado
aguardando, de manera involuntaria, ese encuentro hace poco menos de dos años.
Cabía la posibilidad de que no se encontrara en casa, ni siquiera tenía la más
mínima idea de qué íbamos a hablar o de si iba a querer sostener plática alguna
conmigo; hace mucho no habíamos tenido una charla amena y extensa, poco más que
un intercambio de un par de correos y una que otra llamada llena de ambages y
anécdotas sin sentido. Sin embargo tenía fe en aquel pasado
glorioso en que hablábamos horas de horas sin aburrirnos en absoluto, así que
no desistí de mi idea hasta que hube llegado a su puerta con mis pobres dudas y
mi puño en alto. Pensé por unos segundos, pero en el peor de los
casos, solo me llevaba un portazo en la cara.
Había estado alistando mis cosas para un viaje, antes de
caer en la atonía en que había caído hace apenas una hora antes de salir de
casa. Si las cosas salían mal no había problema alguno, no tendría que verlo
hasta dentro de un par de semanas más o quizá nunca.
Di siete golpes fuertes a la puerta, con la violencia de
quien va a matar a quien aparezca detrás de ella. Repentinamente se abrió de
par en par y contemplé detrás de ella la figura aletargada y empequeñecida de
alguien a quien siempre había admirado. Tenía el rostro algo somnoliento y antes
de poder disculparme por la brutalidad al percutir su puerta, me interrumpió.
-¿Y tú? – inquirió con una sonrisa cautivadora, surreal a
aquel instante. Él era así, tenía algo de diferente, de extraño, de agradable.
-Venía un momento, a visitarte, ¿podemos platicar? –
contesté tímidamente con la vista perdida en algún lugar del horizonte; el sol
no había terminado de caer y me entregaba en ese momento el espectáculo más
hermoso de aquel día; a lo lejos se apreciaba el mar.
-Claro, pasa – me dijo- disculpa el desorden, he llegado
hace apenas unos días. Toma asiento en esa silla – concluyó, señalándome una
silla al lado de una ventana grande con cortinas blancas, algo traslúcidas.
-¿Cómo has estado? – pregunté apenas pude sentarme.
-Bien, bien… pero dime, ¿de qué deseas PLATICAR? – hizo
énfasis en la palabra “platicar”.
-¿Sugieres que no he venido a eso?
-Sugiero que me digas cuál es el propósito de tu llegada, mi
estimada; no porque no me agrade, sino porque me tomaste por sorpresa – se
explicó – te noto triste – comentó - ¿quieres un cigarro?
Estábamos en verano, sin embargo en aquel preciso instante
sentía una leve sensación de frío; su habitación lúgubre me hacía presagiar una
conversación amena, quizá con algún hallazgo revelador, quizá con las palabras
que necesitaba para no mandar todo, después de eso, al carajo.
-¿Me ofreces tabaco? – indagué con fingida indignación.
-Claro, sabes que es lo único que fumo; no sé si tú fumes
algo más, aunque lo dudo. Pero si prefieres Vodka o Whisky, también puedo
brindártelos– replicó, lo miré con desconfianza – ya no
puedo tratarte como a una niña – me dijo con una sonrisa un tanto burlona. Me reí. De
pronto prendió el estéreo y se fue a lo que, supuse, era la cocina; regresó con
dos vasos y una botella de Whisky – tomaremos – sentenció.
-¡Los vicios son uno de los problemas más grandes de la
juventud peruana hoy en día!, además de la educación, ¿y tú me dices
“tomaremos”?
-Salud por los vicios, mi estimada – contestó – y por lo
podrida y jodida que está la juventud peruana.
Sonreí.
-Salud – le contesté.
Se desparramó a lo largo de uno de los sillones y me quedó
observando, serio, pero con una sonrisa en los labios.
El silencio siempre me había venido bien. Y con él, el silencio
jamás era algo molesto.
El silencio era útil para pensar, para rememorar, para
perderme… Recordé en ese entonces que el día en que lo había conocido me había
agradado muy poco, por el contrario, su presencia se me había hecho molesta;
cuando lo conocí era mucho más antisocial de lo que era en la actualidad; había
crecido entre cuatro paredes y siempre aislándome de los demás; no por miedo,
sino por desinterés, lo que los demás hacían o decían no siempre era de mi
agrado o de mi incumbencia, así que prefería alejarme de las personas; no me había sentido sola, hasta que
lo conocí. “Tú no estás enamorada” me
había dicho “tú te sientes sola”… ¿Y qué era sentirse solo?,
jamás lo había pensado, jamás me había importado; como muchas cosas, me era
completamente ajeno. Sin saberlo con esa frase me abrió una puerta inmensa a un
mundo que toda mi vida había estado ignorando. El de la introspección.
Era sencillo a los catorce o a los quince decir que me
gustaba fulano o mengano, era sencillo porque entonces no era más que eso;
podía hacer algo de drama, pero el asunto no iba más allá de un par de
lamentos o alguna lágrima, a la semana
todo dejaba de importar, a los dieciséis no era muy diferente; tuve un amigo al
que era muy cercana; afirmé siempre que me había enamorado de él, pero jamás
supe con certeza si era eso o simple apego. No tenía amigos con los que hablaba
a diario, no pasaba mucho tiempo con mi familia; mi personalidad no era propia
de la de alguien de mi edad, pero tampoco era del todo fuera de lo común… Era
respetuosa con quienes debía, inteligente para los profesores de mis cursos
favoritos; solía pasar más tiempo con personas mayores, oírlas aconsejarme… Mis
modales no han sido nunca los de una señorita recatada, gazmoña; pero tampoco
eran del todo salvajes. No solía expresar demasiado, de hecho, odiaba hacerlo.
Sí, estaba sola, evidentemente; lo sabía, pero no me sentía
así. Había crecido lejos de alguien a quien pudiera seguirle los pasos, alguien
a quien imitar… y estaba muy consciente de que la culpa de eso no la tenía en
absoluto nadie. No admiraba a nadie, no quería ser como nadie. Hasta que lo
conocí. “Me recuerdas a mí”
había dicho en algún momento él (Me he preguntado en la actualidad si me parezco realmente a él; aunque a estas
alturas no es para nada mi intención).
-¿Qué decías sobre la educación en Perú? – habló por fin,
luego de un largo lapso de silencio.
- Que es un problema – le respondí, volviendo en sí – es responsabilidad
de los padres, de las entes gubernamentales, de los colegios, de las
universidades… Que no hacen nada en realidad, todo se jode a paso rápido y a
todos les importa poco o nada – concluí.
Me quedó observando por un momento más.
-No deseas hablar de eso, ¿cierto? – inquirió; quizá sabía
que cada vez que el tema que tocaba no era precedido por una verborrea y muchos
ejemplos, se trataba de algo que me incomodaba o de algo de lo que simplemente
no tenía deseos de hablar.
-No ingresé a la universidad, ¿cómo diantres esperas que me
sienta al hablar de educación? - espeté
malhumorada.
- No ingresaste, ¿y? - preguntó
- Y no es posible que se cierren tantas puertas a personas
deseosas de estudiar, de forjarse un futuro; es decir, la gente busca mejorar…
-Siempre hay distintos modos de llegar a eso. Yo no ingresé
y mal no me ha ido – me contestó.
-No lo comprendes – le dije – no todos tienen las mismas
oportunidades…
Seguía sin ganas de hablar de ese tema.
-Sé que quiero hacer con mi vida – proseguí – he hecho
planes, no estoy del todo perdida; pero no veo oportunidades.
-Hazlas – me contestó.
- Las haré, pero ahora quiero irme; las ansias que tengo por
escapar de todo han crecido, así que me iré por un tiempo.
Me recordé por un breve instante encerrada en mi cuarto,
gritándole a mi familia que no quería escuchar de nada, que me dejaran sola…
Hace mucho deseaba estar así, era a lo que estaba acostumbrada; estar sola me
ayudaba a pensar, a organizarme, a reconstruirme; el tiempo en soledad jamás ha
sido malo.
-Está bien – dijo. El silencio nos invadió una vez más.
Sin duda alguna había pasado el tiempo y no teníamos nada
interesante de qué hablar.
-Tengo que alejarme de las personas, del barullo, de las
redes sociales, de las lecturas ligeras; no me traen nada bueno – le dije –
están entorpeciendo mis ideas. Necesito tener la mente enfocada.
-¿Y los sentimientos?
-De esos también me alejo – concluí.
-Hablaba de si también pensabas enfocar mejor eso, pero, ¿de esos por
qué te alejas? – preguntó.
-Haces muy bien tu trabajo de entrevistador – bromeé – verás, me alejo
de eso porque siempre obnubila mi mente, la cubre por completo… En especial
cuando hay incertidumbre, la incertidumbre me frustra y no soy buena tolerando
la sensación horrible de no poder hacer nada.
Me acomodé en el asiento, algo ofuscada.
-Mi estimada, te haces líos por las puras – respondió sin miramientos –
puedes huir de la ciudad, de una persona, de una situación, pero de tus
sentimientos… no te engañes, de esos no te escapas… Puedes no pensarlos, pero
eso no evita que sigan ahí, ocupando su lugar dentro de tu inconsciente.
¿Tienes otra vez problemas con el amor?
-Suena horrible, ¿cierto? – inquirí – pero es así, tal cual.
-No sufras, querida, por amor; el amor se disfruta, no se sufre… Bueno
sí, pero no por los motivos que estoy imaginando que hacen que sufras ahora…
-El concepto lo entiendo – lo interrumpí – la teoría no es difícil, sino
la práctica.
-¿Y se puede saber, de manera más extensa, cuál es el motivo de tu
desdicha?
-Lo de siempre- contesté.
-¿No ser correspondida? – hice un gesto afirmativo - ¿pero qué haces
sufriendo como cojuda porque alguien no te quiere?; si no te quieren, pues
tómalo como es y continúa; si eliges sufrir es cuestión tuya, pero no debes
verte por nada como víctima de alguien por eso – terminó de decir con un gesto
serio.
La ferocidad de sus palabras siempre había podido descorrer la venda de
mis ojos. Pero en aquel momento no me
terminaba de convencer de que lo más correcto era tomar aquel consejo.
“Entonces, ¿cómo le explico a la razón que deseo seguir sufriendo?, que
el dolor es voluntario…” Pensé.
"Si quieres enamorarte, enamórate", me había dicho tiempo
atrás, "total, es una decisión tuya"; qué fácil resultaba en ese entonces pensar que el enamoramiento era una
cosa de uno y de nadie más. Qué fácil resulta ahora creerlo. "Sufre
tú sola, si quieres", me dijo después "pero tendrás que estar
consciente que de la otra parte nada hay por ofrecer, que tú te estancas
mientras el otro vive". Me importaba poco lo que me dijera, fuera cierto o
no, yo seguía ensimismada en su mirar, en su risa, en algo de su voz que
aparentemente nada de especial tenía; se había vuelto parte de mi mundo, pero
no una parte irreparable, había puesto en duda muchas cosas que antes para mí
eran claras; no tenía ganas de enfermarme de desamor otra vez.
-No sé, quizá solo quiero conservar su amistad – me excusé.
-No quieras tapar el sol con un dedo, mi estimada, déjate de
subterfugios infantiles.
Bajé la mirada, la oscuridad nos había cubierto casi por
completo; en la penumbra apenas vislumbraba su figura en el sofá.
-¿Por qué sufres? – dijo en un susurro dulce - hay miles de
hombres más en el planeta, en la ciudad; conocerás muchas más personas… Olvidarás
todo esto. No es difícil que atraigas a alguien… Estarás bien.
Por primera vez sentí que sus palabras eran ajenas a lo que
sentía, a lo que pensaba. No quería ser deseada, no quería al resto de hombres
de la ciudad. Quería ser amada, y no por cualquier persona, sino por él. Yo sabía que aquel amigo de años comprendía
eso, pero había preferido alejarse de una situación similar; así que era el
mejor consejo que podía dar; quizá más que a mí, se hablaba a sí mismo. Éramos
tan similares…
¿Estaríamos en ese estado oscilante para siempre?, yo antes
realmente había querido ser como él… Pero algo de malo debía de haber en
ambos para que esa clase de cosas nunca funcionaran con nosotros… O
éramos en muchos aspectos incompatibles con cada persona a la que decidíamos
entregar el corazón, el alma… A lo mejor no era posible que alguien nos amara.
Quizá yo estaba condenada a vivir amores contingentes, al igual que él, por el
resto de mi vida. Quizá por querer ser como él había quedado condenada a ser
libre… y soportar y disfrutar, como él, el peso de la soledad.
Cada vez que nos veíamos tenía que aflorar alguna plática
como esa… Sincera, hiriente, pero después de todo, amena.
El aire se iba
extenuando, y yo cada vez estaba más helada;
necesitaba irme de ese lugar.
Pasé el dorso de la mano por mi rostro, tratando de esconder
aquella lágrima extemporánea que se había escapado. Esbocé una sonrisa falsa.
-Ya no importa – le dije- igual me voy mañana.