He crecido en una ciudad podrida.
Sórdida hasta en lo más recóndito de ella. Soy de Piura,
pero crecí en Lima.
Ahora mismo soy como ella, un lugar sobrepoblado y
miserable; gris, sin magia… Pero, al igual que Lima, antes no fui así.
Me recuerdo entre cuatro paredes, imaginando un mundo
coloreado con crayones y temperas… Y cuando libre, también me recuerdo feliz;
sin ver la basura en las grandes avenidas, sin oír el barullo ensordecedor de
los buses en plena congestión… No veía la miseria, yo miraba al cielo.
Miraba también los pocos árboles que a veces había, oteaba
las rayas de las autopistas, cuando aún se veían; oteaba los cerros violetas a trasluz
del sol arrebolado, las nubes sonrosadas, amarillas, anaranjadas. Cuando era
niña, yo a Lima le ponía la magia… Y que perfecto era todo entonces.
Los cerros con luces naranjas de noche, me hacían pensar en
las luces de navidad que nunca tuve (y ahora a Lima le abundan).
No pensaba en la gente en busca de un “mañana mejor” que iba
invadiendo de a poquitos desde las faldas hasta las puntas los cerros ahora
coloreados por casas de material noble o de madera en lo más alto, le dan un
aspecto pintoresco a estos inanimados lugares y escamotean bien la necesidad de
una mejor organización a nivel nacional… No, no es necesario, es
indispensable. Pero Lima se reduce al Centro de Lima y Miraflores. El Perú se
reduce a Lima, a no ser que se hable de turismo o de exportaciones.
Lima se ha hecho más grande, al igual que yo. Tiene parásitos
en sus puntos vitales, está lóbrega y abandonada; llena de gente y en
decadencia. Como si no existieran muchos
espacios más allá de ella, se atreve a seguir creciendo, contaminando con su peste aquello que la rodea. Como si el Perú se
fuera reduciendo a su minúscula existencia.